10 de septiembre de 2009

Humo

No suena ninguna alarma, qué raro, si ya tenía que estar despierta. Y no lo conseguiré por la gracia divina, ni por la luz del sol (es demasiado pronto, tan pronto, que hasta es tarde). Necesito la odiosa musiquilla del móvil para levantarme a esas horas. Es preferible que abra los ojos ya. Así, muy bien. Me duelen las pestañas.

Necesito pensar. De noche, de día, no sé. Cuando aún hace mucho frío y las horas parecen detenerse antes de amanecer. Discurrir, darle a la cabeza, contra la pared. Contra el puto gotelé.

Pasan muchas horas y lo que estoy pensando sale con una canoa a nadar entre los rápidos del sofá gracias a unas cuerdas vocales, que, para mi sorpresa, no son las mías.

Darme cuenta de que en realidad no ha hecho tanto por mí como yo me empeñaba en creer. Que siempre me engaño y desde el principio les miro desde abajo. Porque su sitio está arriba. Hagan lo que hagan. Me maten tantas veces como quieran, conscientemente o no.

Y no me importa repetirlo. Es más. Lo voy a gritar.

Lo digo en alto. Y ahora me lo creo, lo sé. Darme cuenta de que en realidad no ha hecho tanto por mí como yo me empeñaba en creer. Que siempre me he engañado y desde el principio yo miraba desde abajo. Sin saber por qué, su sitio estaba arriba. Hiciesen lo que hiciesen. Haga lo que haga.
Lo consiento, lo consentía.

Ya vale. Todo tiene un límite y yo he encontrado el mío. Y ahora me toca volver a dormir. Para volver a despertar y pensar. Cabeza contra la pared. Contra el puto gotelé.

¿Qué boca me dirá ahora que no merece la pena? Me aterra que sea la mía la que ponga sonido a esas palabras. Que no merece la pena. Que yo ya no te quiero nada.




No lo va a leer. No lo van a leer. Y yo no quiero preguntas. No quiero ningún aquí qué pasa.

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